Pienso que la literatura es en esencia una expresión de sentimientos y/o ideas que se efectúa por medio de palabras, ya sean orales o escritas, y que dispone de una cierta estética. Otra cualidad que se le suele atribuir es la de la ficción: “Podría decirse que la literatura fantástica es casi una tautología, toda la literatura es fantástica,” dijo Jorge Luis Borges. Sin embargo, libros como las Historias de Heródoto o la La conjuración de Catilina de Salustio son considerados piezas significativas en el canon occidental. Por lo tanto, me gustaría explorar e intentar precisar el significado del término literatura en torno a los tres miembros que integran el hecho literario: el autor, el texto y el lector. Por motivos de comodidad, a lo largo del ensayo, me referiré únicamente a la tradición escrita.
El autor es un creador de mundos limitado por su propia imaginación e ingenio. Como señala Nabokov en su texto “Buenos lectores y buenos escritores”, algunos rehuyen esta libertad y se valen de la unánime realidad. Pero otros utilizan su ingenio para trazar su mundo de una manera particular. Esta manera particular debe tener un sentido que contribuya a aquello que el autor desea comunicar a través de la obra literaria. Porque toda producción literaria es fundamentalmente un acto de comunicación, esté o no dirigido hacia una audiencia. El escritor escoge con diligencia los óleos que le permitan activar en el lector ciertos estímulos que le ayuden a imaginar lo que aquel en un inicio imaginó, siempre dejando espacio para la subjetividad interpretativa del lector. Creo que un balance entre la objetividad y la subjetividad es necesario para una buena descripción literaria. Claro que estos extremos son abstractos, pues es imposible elaborar una descripción completamente alineada a uno de ellos, por más ambigua o rigurosa que sea: incluso aquellos a los que Nabokov llama “escritores de segunda fila” insertan un poco de subjetividad en sus lienzos. Al fin y al cabo, el escritor pinta una realidad subjetiva y ficticia, deformándola con arreglo a sus intenciones artísticas; en este sentido, la escritura es una especie de expresionismo atenuado. William Wordsworth, en su prefacio a la segunda edición de las Baladas Líricas, alude a esta idea al decir, “Así pues, el objetivo principal que yo me propuse en estos poemas fue escoger hechos y situaciones (…) e impregnarlos de un cierto toque de imaginación por medio del cual las cosas ordinarias deberían presentarse al entendimiento de un modo desacostumbrado…” Pretende una estética que despierte en el lector emociones intensas. No obstante, escritores como Salustio orientan su estética hacia fines políticos o ideológicos, utilizando una retórica elevada y cautivadora en los momentos oportunos. Cada autor tiene diferentes propósitos.
Walter Benjamin afirma que hay tres cualidades imprescindibles para que una obra de arte sea considerada como tal: debe ser singular, única y original. Ateniéndonos a la literatura, el estilo de un texto, aquello que lo define, debe poseer estas tres cualidades: su singularidad residirá en el estilo propio del autor; todo escrito es quizá único con facilidad dadas las incontables decisiones que pueden tomarse para cada enunciado, cada oración, cada sintagma, cada palabra; y, aunque el escritor inserte fragmentos de otras obras, siempre que él o ella lo haya entretejido, será original en mayor o menor medida.
Asimismo, dentro de la singularidad de la obra, es conveniente para el lector que el estilo tenga reglas y patrones consistentes, así como un carácter de necesidad. En su libro Cartas a un joven novelista, Vargas Llosa habla sobre la coherencia interna que debe tener un texto literario para ser eficaz. Esto le permite al lector adentrarse en él y aceptar crédulamente las incoherencias del relato sin importar cuán inverosímiles sean. Inevitablemente, nace en aquel una sensación de necesidad respecto del estilo, convenciéndolo de que aquella historia no pudo haber sido contada de otra forma. Las hormigas excavadoras de oro en la India serían muy convincentes si no fuera porque Heródoto se había propuesto escribir una investigación histórica desde un comienzo. Un día, ya habiendo terminado mis trabajos escolares en una biblioteca pública, decidí reunir algunas traducciones de Hamlet y compararlas con el inglés original. Quería medir su precisión sobre el texto de Shakespeare. No recuerdo el nombre del traductor, pero si bien mantenía un léxico quevediano, cometió, lo que yo consideré, un error estilístico: tradujo la frase “O, farewell honest soldier” como, “Adiós, pundonoroso soldado”. Es verdad que se ciñe al tono aspirado, pero la repentina palabra pentasílaba entre una serie de vocablos con no más de tres sílabas me desconcertó. Tal vez una palabra más ligera e igual de coherente con el estilo hubiera sido más adecuada y convincente.
Como último punto en conexión con el texto literario, y esto es más personal, pienso que los elementos formales deberían estar al servicio sumiso de los elementos del contenido, de manera que ilustren, aunque con luz variada, los temas de la obra; de otro modo, es muy probable que el lector, por mucho que lo intente, no logre captar la totalidad de lo que el autor quería comunicar. Esto se puede ejemplificar con unos versos escritos por un poeta andaluz cuyo nombre no recuerdo, pero que me fue provisto por el azar de las antologías viejas. Contemplando las farolas de un parque, escribe:
“Con un ambar apagado, cual añosa estrella que
Un firme estado añora, ignorante de
Que a oscuro estado lo llevará el Hado.”
El estado inconsistene que el poeta le atribuye a la estrella es acentuado por la métrica inestable y los repentinos encabalgamientos, transmitiendo así una sensación de frustrante desengaño.
Por parte del lector, me parece apropiado el ejercicio de la relectura, especialmente cuando se trata de un texto corto: si el autor ha invertido tanto tiempo y esmero en escribir su obra, el lector, por respeto, debería procurar lo mismo al examinarla. Esto propiciará que percibamos detalles que una primera lectura no nos hubiera concedido. Gracias a mis constantes relecturas del cuento “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, noté que cuando el narrador dice “y sentí un vértigo asombrado y ligero que no describiré, porque ésta no es la historia de mis emociones sino de Uqbar y Tlön y Orbis Tertius”, contrasta el valor de aquellos temas con su futilidad como persona. La filosofía dominante en el mundo de Tlön es el idealismo, que deshace por completo la individualidad de las personas. Nos percatamos, por tanto, de que Borges, en una frase que a primera vista parece circunstancial, consigue ahondar en el tema primordial del cuento.
Vinculada a esta idea está la manera de leer. Nabokov sostiene que deberíamos tender hacia una imaginación impersonal y evitar identificarnos con un personaje. En cierta medida, este distanciamiento es necesario para comprender los efectos que el autor pretende ejercer sobre la audiencia. En Cumbres borrascosas, Emily Brontë nos presenta una amplia red de personajes con sus convicciones y sus motivaciones, con sus virtudes y sus defectos. Es muy difícil que un lector favorezca con devoción a un personaje en concreto, pues todos ellos propenden muchas veces hacia el mal; de hecho, la heroína, Catherine hija, es introducida en la novela como una mujer amargada y apática, en contraste con su apariencia encantadora. Por tanto, para no caer en parcialidades y apreciar la obra en su totalidad, necesitamos, en palabras de Nabokov, una “combinación del sentido artístico con el científico.” Es imposible no empatizar con un personaje hasta cierto punto, pero cuando lo hacemos debemos tener en mente si ese sentimiento es producto de una tendencia nuestra o si fue concebido por el escritor, como un dios que dispone cuidadosamente los pasos que ha de tomar el lector.
En definitiva, los tres integrantes, el autor, el texto y el lector, están naturalmente interrelacionados, y la participación diligente de los tres es indispensable para que se consume el hecho literario. Además, esto también puede darse en escritores de no ficción, como Heródoto o Salustio, ya que en sus obras pueden distinguirse los principios generales que hemos establecido aquí. Pero quizás me equivoque al abstraer y deducir de esta forma. Me contento, aun así, con saber que por fin he concretado lo que pienso sobre la literatura en esta etapa de mi vida.